En ella podrán leer mi artículo Historia de un fracaso (o no), dedicado a ¡Olvídate de mí! (Michel Gondry, 2004). Páginas 48 a 50.
Que les guste.
VIDA Y OBRA
Siempre he pensado que Antonio López es una persona muy especial. Fíjense que digo persona y no artista, que también, pero casi me atrae más la filosofía con la que encauza su vida, por más que su obra resulte fascinante. Manchego, de carácter reservado, con la mirada puesta en la alteridad, en esa luz que condiciona las formas, también en el paso del tiempo que trastoca las superficies. Él es capaz de llevar todo ello, estos intereses varios, a las artes plásticas que domina con ejercicio preciso por la necesidad no tanto de mostrar o demostrar como de expresarse.
Esa forma de trasladar las inquietudes metafísicas a la materia es lo que hace del de Tomelloso (1936) un maestro al que se le sigue de cerca en el mundo entero. A la vista está, dada la procedencia de algunas de sus obras, ahora reunidas en las salas del Museo Thyssen - Bornemisza en una exposición retrospectiva.
Es pues el momento de repasar las novedades a la luz de todas esas óleos, maderas, yesos y bronces, obras de tiempos pasados que han ido conformando un estilo inclasificable porque las etiquetas no siempre hacen falta, como bien dice el autor: «Hay que dejar a la gente un poco libre, porque es que si no la acogotas con tantas informaciones» (Informe Semanal, 25 de junio de 2011).
Libertad. De acción y creación. De colocar el punto de inicio de la exposición – está comisariada por su hija, la eternamente retratada María – en algunas de sus últimas obras, cuatro cabezas copiadas de modelos de la clásica Grecia que han sido elaboradas en las clases de la facultad de Bellas Artes a la que asiste como alumno pese a ser maestro. O de hacerle un guiño al espectador con una pequeña "broma" que se le perdona porque no se aprecia malicia en el collage oculto en uno de sus óleos (en la decisión del espectador está el querer ver o no). Antonio López sabe lo que significa la palabra libertad.
*Créditos de las imágenes: María dormida (1964).
ARTE Y ARQUITECTURA EN RUSIA 1915-1935
Una vez más, CaixaForum Madrid nos propone una interesante exposición para disfrutar pero, sobre todo, aprender un poco más acerca de las conexiones existentes entre las distintas artes y, más aún, entre el arte y el contexto que lo propicia.
La idea es clara: analizar cómo los cambios acontecidos en Rusia tras la revolución de 1917 modificaron el panorama artístico en general y arquitectónico en particular de un país que necesitaba reinventarse. Para ello se recurre a una selección de edificios y construcciones de importancia documentadas a base de fichas y fotos de la época, contrapuestas a la visión actual del fotógrafo Richard Pare de dichas edificaciones. Y todo ello complementado con fondos de la Colección Costakis del Museo Estatal de Tesalónica, una muestra plástica que ayuda a comprender cómo los artistas de la época estudiaban e investigaban sobre ciencia, mecánica, geometría… como apoyo para sus creaciones.
LA BÚSQUEDA DE LA FUNCIONALIDAD
Edificios como el de la Tsentrosoyuz, creado por Le Corbusier y Nikolái Kolli en 1933, el garaje Gosplán (Konstantin Mélnikov, 1936), la casa familiar del propio Mélnikov (1927 – 1931) o la fábrica de pan ideada por Gueorgui Marsakov (1931) son un ejemplo de cómo se va forjando y asentando el Constructivismo Ruso, a base de buscar la funcionalidad y la utilidad como claves esenciales para los propósitos del gobierno ruso. Gracias a las espectaculares fotos de Pare el visitante puede comprobar cómo han evolucionado las construcciones que todavía permanecen en pie (muchas de ellas han entrado en decadencia) o cómo su función ha sido modificada.
* Crédito imagen: Torre de radiodifusión Shábolovka (Vladimir Shújov, 1922).
LAS COLECCIONES DE LA FUNDACIÓN MAPFRE
La Fundación Mapfre (coleccionesfundacionmapfre.org) propone una interesante exposición por la que pasearse ahora que empieza el verano y se está mejor dentro que fuera.
A partir de la colección de obras que atesora en sus fondos se propone un recorrido por la evolución del dibujo mediante seis denominaciones que compartimentan la visita: La tradición, La modernidad, El espíritu de vanguardia, El surrealismo y En los límites de la vanguardia. Tal vez se vea necesario un aumento del número de obras y de la cronología, puesto que el recorrido se queda algo corto, centrándose en determinados artistas y vanguardias como el Surrealismo (el límite lo pone el final de los años 60). Al menos ésa es la sensación que le queda a quien esto escribe.
Sin embargo siempre es provechoso observar de cerca los trazos de algunos de los más grandes artistas de la Historia del Arte. Dalí comparte espacio con Pinazo, Torres García, Schiele, Barradas, Palencia, Picabia, Picasso o Chillida, entre otros, para mostrar que el dibujo es algo más que el trabajo preparatorio para las obras. Así, con la muestra se pone de manifiesto esta realidad, además de servir como documento que acerca a la espontaneidad de los autores y la evolución de su trabajo: resulta más que curioso apreciar cómo evoluciona la firma de Salvador Dalí, desde el apellido sin tildar (Soledad mental, 1932) hasta el Gala Salvador Dalí de Guerra estética (1943).
«El paisaje es el espacio que un hombre describe a otros hombres» (Marc Auge). Ésa parece la obsesión del dúo de artistas Javier Almalé (1969) y Jesús Bondía (1952), interesados siempre en hacer reflexionar al espectador acerca de aquello que ven sus ojos cuando se pone frente a una de sus fotografías.
Como si de una revisión de la obra de Lewis Carroll se tratase, nos proponen adentrarnos más allá del espejo, tal vez no de la mano de Alicia, pero sí de unos personajes con los que nos podemos identificar, de los que nos podemos apropiar: cuarenta fotografías de personas anónimas (¿quiénes son? ¿Importa eso algo?) que dan la espalda al espectador mientras observan paisajes reflejados – o ideados – por otros artistas; cuarenta «yoes» a los que asomarnos, con los que identificarnos, más allá de los marcos, de las fronteras. Se trata de la obra Insitu. Mirada, montada expresamente para la Galería Astarté (http://www.galeriaastarte.com/pages/galeria).
Akira Kurosawa (1910 – 1998), uno de los cineastas más importantes de todos los tiempos, se cuestionaba de esta forma su estilo a la hora de crear imágenes, pero esta vez con pastel y acuarela sobre papel.
El Museo ABC no ha dudado a la hora de albergar la interesante exposición comisariada por Josep María Caparrós, recogiendo parte de los numerosos dibujos hechos en su momento con el fin de convencer a las productoras para rodar en tiempos de crisis. Así, partiendo de una primera sección general e introductoria con datos y carteles de los films, el espectador se adentra en una muestra que resulta un tanto caótica. Y es que, a pesar de la clara intención de ser una exposición guiada, con paneles que dividen la estancia en diversos pasillos, no es fácil hacer un recorrido cronológicamente ordenado.
Pese a todo, y como lo que importan son los dibujos al fin y al cabo, se puede apreciar la vocación didáctica de la selección de obras, al igual que el valor explicativo de las cartelas.
Kurosawa demuestra la formación artística adquirida en sus años de juventud, cuando deseaba entrar en la Academia de Arte de Tokio, algo que no consiguió. Tal vez eso haya sido una suerte para la Historia de Cine, tal vez el mundo se haya perdido a un buen pintor. Sea como fuere, en esta ocasión y a través de la selección de storyboards de varias de sus películas, se quiere destacar cómo arte y cine se relacionan en sus obras. Así, se observa cómo el uso de la luz, el color, las texturas o las composiciones utilizadas en el celuloide remiten a las enseñanzas artísticas puestas en práctica en estos dibujos.
Créditos del dibujo: Muerte de Yamagata Masakage, la bandera del fuego (para la película Kagemusha)..
Jacques – Henri Lartigue (1894 – 1986) tuvo la suerte de poder acceder a las tecnologías de su época pero, si en algo fue afortunado es en el hecho de haber sentido curiosidad hacia el mundo que le rodeaba. Gracias a ese espíritu podemos observar hoy parte de la ingente colección de fotografías que hizo a lo largo de su vida, imágenes que son testimonio de la modernidad de una parte de la sociedad francesa de la época.
Se trata de su realidad cotidiana, de los habituales momentos de ocio que pasaba rodeado de los suyos, que son captados apoyándose en la accidentalidad. Su especialidad era lograr atrapar los movimientos en imágenes imperecederas: deportes como carreras de coches, tenis, ski…, personajes congelados en el aire al dar un salto o en el momento de zambullirse en el agua… Todo ello capturado con ese don de la oportunidad que le hacía estar cerca de todo lo que sucedía y, por supuesto, con unos encuadres escogidos con celeridad y mucha intuición.
En sus primeras obras se aprecia mejor la fuerza de la casualidad, del estar siempre presente y aguardando el momento; sin embargo, más adelante podemos observar, como otra de sus características, un mayor uso de la arquitectura como marco para alguno de sus retratos, quizás un poco menos espontáneos - cualidad que se mantiene a lo largo de toda su obra - pero no por ello menos bellos. En cualquier caso siempre destaca por el dominio del espacio y por el uso de las diagonales para imprimir mayor movimiento a las escenas capturadas con sus cámaras - hay fotografías como Bibi en mi coche nuevo donde el encuadre se antoja imposible aunque igualmente impactante.
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* Artículo extraído de TalentyArt.
Cuando decidí ir a ver la última película de Icíar Bollaín tenía dos sensaciones. La primera, referida al hecho de que siempre me ha gustado su cine, porque creo que sabe contar historias desde una perspectiva muy cercana y muy realista. La segunda, que me daba un poco de miedo el que hubiese cambiado radicalmente su fórmula magistral y se hubiera embarcado en una producción de gran calibre, internacional y de hombres.
Pero este temor no se vio reflejado una vez dentro de la sala 4. Porque desde un primer momento me sentí atraída por la historia y, sobre todo, por la mirada emocionante de Juan Carlos Aduviri.
Un español y un mexicano, ambos hombres de cine, se entusiasman con una idea basada en sucesos acontecidos durante el descubrimiento de América y deciden denunciarlos de cara a la opinión pública. Esta causa perdida se convierte en una película inconclusa cuando estallan las revueltas en una Bolivia que tiene sed. La Guerra del Agua tuvo lugar en Cochabamba en el año 2000. Ambos acontecimientos son mostrados de forma paralela con un único fin: mostrar cómo, y pese a todo, no hemos cambiado tanto como creemos y las injusticias se siguen cometiendo día tras día.
Hay que reconocer que la cineasta tiene buena mano con los actores y que sabe escogerlos. Nuevamente se apoya en Luis Tosar para la composición de ese tipo rudo que, en el fondo, es buena persona a pesar de que crea poder comprar todo y a todos con dinero; y nos presenta a un Gael García Bernal que pone rostro aniñado a un personaje ambiguo que acaba por dejarse ver claramente: lo más importante es la película. Ambos están estupendos en sendos papeles, como también lo está Karra Elejalde haciendo de actor desencantado de la vida.
Me releo y me doy cuenta de que he escrito varias veces «historia» y me viene a la mente un dato, un hecho. Y es que Bollaín ha pasado de hacer un estudio psicológico de sus personajes, como sucedía en Mataharis (2007), por poner un ejemplo, a exponernos una historia que, a pesar de que no deja de ser concreta y particular, pasa de puntillas por los caracteres de sus protagonistas (sin embargo cada uno de ellos da cuerpo a una idea: son una suerte de personajes tipo). Pasa de su mundo de historias pequeñas a contar la historia de todo un pueblo. Y es un salto muy grande en el que ha sido llevada de la mano por Paul Laverty, guionista habitual de Ken Loach que aporta un toque interesante en la película. Si bien es cierto que el cine de la madrileña destaca por su estilo realista, esta relación se puede apreciar en el enfoque social, característica del cine del irlandés y, por ende, de su guionista, y que, en este caso, se ve acentuado mediante la exposición de la problemática de la comunidad indígena.
Técnicamente se puede apreciar otra influencia confesa a través de los agradecimientos finales. Y es que la estética de González Iñárritu impregna la película de principio a fin, con una fotografía saturada en colores fríos (en especial el azul) y los planos cortados y en contrapicado. Ello contribuye a crear un sentimiento melancólico en el espectador que le ayuda a entrar mejor en la historia, comprendiendo y apoyando la postura que acaba por adoptar Costa, el productor de esa ambiciosa película que se interrumpe, que no es otro que el personaje principal (pese a que, en un inicio, podamos creer que el protagonista es Sebastián – García Bernal).
Todo ello da forma a una película que gusta, que destila buen hacer en todos los aspectos y cariño por la profesión de cineasta pero, no por ello, falta de criterio. Lo que está mal hecho está mal hecho y Bollaín no se censura a la hora de mostrar las precariedades del mundillo. Es por esto mismo que los personajes de Tosar y García Bernal muestran unos rostros en penumbra gracias a los claroscuros de la magnífica fotografía de Álex Catalán y, el único que enseña su rostro limpio es Daniel, que lucha por los suyos a cara descubierta. Y es por ello que se ayuda de las imágenes documentales de la cámara de María o de la televisión, porque lo que vemos está inspirado en una lucha que es real.
Una vez más, y en esta ocasión de forma más comprometida, Icíar Bollaín da voz a aquellos que son silenciados.