lunes, enero 31, 2011

TAMBIÉN LA LLUVIA



Cuando decidí ir a ver la última película de Icíar Bollaín tenía dos sensaciones. La primera, referida al hecho de que siempre me ha gustado su cine, porque creo que sabe contar historias desde una perspectiva muy cercana y muy realista. La segunda, que me daba un poco de miedo el que hubiese cambiado radicalmente su fórmula magistral y se hubiera embarcado en una producción de gran calibre, internacional y de hombres.

Pero este temor no se vio reflejado una vez dentro de la sala 4. Porque desde un primer momento me sentí atraída por la historia y, sobre todo, por la mirada emocionante de Juan Carlos Aduviri.

Un español y un mexicano, ambos hombres de cine, se entusiasman con una idea basada en sucesos acontecidos durante el descubrimiento de América y deciden denunciarlos de cara a la opinión pública. Esta causa perdida se convierte en una película inconclusa cuando estallan las revueltas en una Bolivia que tiene sed. La Guerra del Agua tuvo lugar en Cochabamba en el año 2000. Ambos acontecimientos son mostrados de forma paralela con un único fin: mostrar cómo, y pese a todo, no hemos cambiado tanto como creemos y las injusticias se siguen cometiendo día tras día.

Hay que reconocer que la cineasta tiene buena mano con los actores y que sabe escogerlos. Nuevamente se apoya en Luis Tosar para la composición de ese tipo rudo que, en el fondo, es buena persona a pesar de que crea poder comprar todo y a todos con dinero; y nos presenta a un Gael García Bernal que pone rostro aniñado a un personaje ambiguo que acaba por dejarse ver claramente: lo más importante es la película. Ambos están estupendos en sendos papeles, como también lo está Karra Elejalde haciendo de actor desencantado de la vida.

Me releo y me doy cuenta de que he escrito varias veces «historia» y me viene a la mente un dato, un hecho. Y es que Bollaín ha pasado de hacer un estudio psicológico de sus personajes, como sucedía en Mataharis (2007), por poner un ejemplo, a exponernos una historia que, a pesar de que no deja de ser concreta y particular, pasa de puntillas por los caracteres de sus protagonistas (sin embargo cada uno de ellos da cuerpo a una idea: son una suerte de personajes tipo). Pasa de su mundo de historias pequeñas a contar la historia de todo un pueblo. Y es un salto muy grande en el que ha sido llevada de la mano por Paul Laverty, guionista habitual de Ken Loach que aporta un toque interesante en la película. Si bien es cierto que el cine de la madrileña destaca por su estilo realista, esta relación se puede apreciar en el enfoque social, característica del cine del irlandés y, por ende, de su guionista, y que, en este caso, se ve acentuado mediante la exposición de la problemática de la comunidad indígena.

Técnicamente se puede apreciar otra influencia confesa a través de los agradecimientos finales. Y es que la estética de González Iñárritu impregna la película de principio a fin, con una fotografía saturada en colores fríos (en especial el azul) y los planos cortados y en contrapicado. Ello contribuye a crear un sentimiento melancólico en el espectador que le ayuda a entrar mejor en la historia, comprendiendo y apoyando la postura que acaba por adoptar Costa, el productor de esa ambiciosa película que se interrumpe, que no es otro que el personaje principal (pese a que, en un inicio, podamos creer que el protagonista es Sebastián – García Bernal).

Todo ello da forma a una película que gusta, que destila buen hacer en todos los aspectos y cariño por la profesión de cineasta pero, no por ello, falta de criterio. Lo que está mal hecho está mal hecho y Bollaín no se censura a la hora de mostrar las precariedades del mundillo. Es por esto mismo que los personajes de Tosar y García Bernal muestran unos rostros en penumbra gracias a los claroscuros de la magnífica fotografía de Álex Catalán y, el único que enseña su rostro limpio es Daniel, que lucha por los suyos a cara descubierta. Y es por ello que se ayuda de las imágenes documentales de la cámara de María o de la televisión, porque lo que vemos está inspirado en una lucha que es real.

Una vez más, y en esta ocasión de forma más comprometida, Icíar Bollaín da voz a aquellos que son silenciados.

jueves, enero 20, 2011

BALADA TRISTE DE TROMPETA






Una vez más salgo del cine (extraña sala 6) y no sé qué pensar. Escucho la reacción y los comentarios de aquéllos que han compartido conmigo unas horas de oscuridad y no sé qué decir.

Siendo totalmente sincera, no me esperaba nada de la última película de Álex de la Iglesia. No es un director que me guste especialmente pero afirmo sin complejos que me encantó Mirindas asesinas (1991) y que disfruté con El día de la bestia (1995) y La comunidad (2000) (básicamente gracias a la estupenda Carmen Maura), no tanto con Crimen ferpecto (2004); pero bueno, reconozco que hay buenas ideas en esa cabeza suya.

Balada triste de trompeta (2010) propone una vuelta de tuerca en un tema del que sólo puedo decir que estoy harta. HARTA. La Guerra Civil es el argumento por excelencia del cine patrio y, señores, permítanme que les diga que ya es suficiente, que se apliquen un poco más en lugar de tanto protestar y escriban guiones originales. Es una sugerencia pero ya les digo que saturan. Y mucho.

A lo que iba. Me acerqué resignada en cuanto al argumento pero con una ceja levantada (la derecha), por si acaso el director de la Academia me sorprendía gratamente. Y no.

(Spoiler, spoiler).

Desde el minuto uno empezaron mis bufidos (entiéndanme, no me paso el tiempo que dura la película resoplando pero es cierto que algún que otro suspiro sí se me escapa. Se trata de un acto más bien simbólico). La historia no tiene ni pies ni cabeza. Supongo que esto es lo que pretende el director pero a mí me aburre. Ni los payasos (Areces está en su línea, soso; sin embargo, De la Torre está espléndido, como siempre. Goya ya), ni la chica (me ahorro los comentarios), ni los secundarios, la mayoría grandísimos profesionales que cumplen con solvencia (pero no me digan que le van a dar el Goya que tanto merece Terele Pávez por esos escasos tres minutos. ¡Venga ya!), ni nada de nada.

De la Iglesia ha comentado que su intención era mostrar el circo (sic) que era la España de 1973. Y lo hace a partir de uno de los personajes más emblemáticos de la pista: el payaso. Un payaso que tiene matices: tonto o listo, divertido o triste, bueno o malo. Y todos ellos están en el film desde el inicio, con la aparición estelar de Fofito, hasta ese final estrambótico en el Valle de los Caídos, con esqueletos incluidos. Y son los dos payasos tarados de la película, con esas caras que destroza Javier (el momento en que se "fabrica" su cara permanente de payaso es terrible), los que se pasan la película corriendo en pos de la chica, una trapecista que parece ser sadomasoquista y no saber lo que quiere. Y tras ellos, el resto de artistas del circo ambulante, todos ellos maltratados y amenazados por Sergio, y todos pendientes de la salud del trío protagonista.

Qué quieren que les diga. Que estas premisas y las ínfulas de dar una nueva visión de la guerra que nos sigue destrozando no me sirven para nada. Me pueden argumentar que visualmente es una película "chula". Pues no se lo niego, no. Que los efectos especiales "molan". Pues también (con excepciones como el horror del Valle de los Caídos. Esa cruz...). Pero yo puedo añadir que más que todo eso se trata de un vehículo de lucimiento de Carolina Bang, como argumento principal, y lo demás es secundario. Que el cineasta pretende pero no hace o no sabe hacer. No llega, por lo menos a mí no me llega. Y que no entiendo las polémicas que ha habido acerca de si se posiciona a favor de uno u otro payaso (véase la lectura de que ambos encarnan los dos bandos combatientes en la guerra. Yo no digo nada).

Y esto es todo. Si lo que quiere el espectador es disfrutar con una buena película sobre este tema algo nuevo y original, desde aquí recomiendo, humilde pero encarecidamente, que vean el regalo que nos hizo allá por el año 1966 Carlos Saura. Porque La caza sí que es una película sobre la Guerra Civil.

P.D. A modo de anécdota, les cuento que el gremio de payasos me dio la tarde. Nunca antes había visto a un "artista" pasar la gorra como en ese momento, con cacheo graciosete de niño de tres años incluido. Vergüenza para la profesión.